Malasaña 32 se estrenó el viernes, en la cartelera española, dirigida por Albert Pintó y protagonizada por Begoña Vargas e Iván Marcos.
Manolo y Candela se instalan en el madrileño barrio de Malasaña, junto a sus tres hijos y el abuelo Fermín. Atrás dejan el pueblo en busca de la prosperidad que parece ofrecerles la capital de un país que se encuentra en plena transición. Pero hay algo que la familia Olmedo no sabe: en la casa que han comprado, no están solos.
Malasaña 32 tiene muchas cosas en común con Verónica, otra película de terror española (también muy floja); adolescentes enfrentándose a cosas paranormales, pero aquí Pintó lo desenlaza como fantasía y ficción, mientras que en Verónica dejaba esa ambigüedad en el final. Aquí nos centramos en la época de los años 70 en Madrid, donde una familia de campo se traslada a la capital.
Malasaña 32 comienza con un prólogo muy logrado lleno de misticismo, bastante correcto.
A continuación, se suceden los fenómenos paranormales. En la primera parte de la cinta, los sonidos y estridencias provocan de manera certera los sustos, cuyo elemento principal es el piso tétrico y oscuro que genera una sensación de incomodidad. Pero la segunda parte recurre a los sustos efectistas, acomodados en conveniencias del guion para que todo fluya, pero no cuela. El sentido común no hace acto de presencia y todo el sentido metafórico que podía tener Malasaña 32, se pierde entre los sustos pre-cocinados y los ruidos molestos.
Malasaña 32 no se diferencia del terror pre-fabricado de los Estados Unidos, como los Warren, La Llorona o La Monja. Así que ni asusta ni es original. Lleno de excusas argumentales para justificar los sustos básicos y cutres que te ves venir. Empieza muy pero va decayendo con fuerza hasta que darse en una película más que acabará en el olvido.
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