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Crítica de ‘Brooklyn’

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Aunque John Crowley trata de mostrar la dificultad de una emigrante irlandesa por vivir el sueño americano sin demasiado éxito, y la premisa se pierde entre los pliegues de un adorable relato romántico, ‘Brooklyn’ merece la pena. Encuentra su punto fuerte en la capacidad por recrear una época como una gloriosa máquina del tiempo, aun siendo sólo estilísticamente, por elaborar una historia empática donde Saoirse Ronan y Emory Cohen emergen con un caparazón de responsabilidad y compromiso que se diluye cuando el amor supera al sacrificio, y que Nick Hornby adapta de una manera algo convencional.

‘Brooklyn’ no se entiende como, en resumidas cuentas, el amor en una época convulsa donde la diversidad cultural empezaba a dar sus primeros coletazos en Norteamérica, tal y como describió Colm Toibin en la novela, sino única y exclusivamente como la muestra de cómo el amor está por encima de cualquier cosa, incluso de la confusión que una joven irlandesa manifiesta cuando ha de decidir entre abrirse al futuro o encerrarse en el pasado. Todo está dispuesto como en el cuadro de costumbres donde los buenos modales y la sonrisa introvertida fabrican el puente entre la timidez de la protagonista y la emoción del público, pero no deja de ser convencional; en Brooklyn la época es lo de menos, lo que importa es Eilis Lacey y su historia. Siendo un relato donde el sentimiento de identidad llama a las puertas con recurrencia, Crowley prefiere darle las porciones importantes al romanticismo, a las decisiones y a cómo éstas intervienen en el devenir de la vida. Todo ello muy explícito y, si se quiere, poético. Todo ello sin renunciar al ritmo y a una fotografía que, similar a la que Edward Lachman ejecuta en ‘Carol’ (Todd Haynes, 2015), hace viajar en el tiempo. Lo cierto es que la película es lo más parecido a ‘Lost In Translation’ (Sofia Coppola, 2003), en cuanto a la sensibilidad, que se ha hecho en los últimos años, ergo merece estar donde está. Esos irresistibles deseos por que todo vaya correctamente, por que todo se quede en una anécdota y la protagonista, al fin, abrace a su amado. Brooklyn es una obra pequeña, pero lo que resulta de ella latirá en los corazones del público cada vez que sea recordada. Hecha por y para enamorados, por y para los que lo estaban y los que lo estarán. Un canto a la fidelidad absolutamente necesario para unos tiempos donde la imagen es lo primero (y, normalmente, lo único) que se vende.

La naturalidad con la que Ronan y Cohen componen ‘Brooklyn’ está a la altura de los mejores romances, cerca de lo que Leonardo DiCaprio y Kate Winslet hicieron en ‘Titanic’ (James Cameron, 1997). Es realmente adorable lo que transmiten ambos; la fábula callada del amor entre dos culturas, dos personas de distinta pertenencia bajo el manto de un país que los cobija a ambos, dos corazones que, tras los avatares de un viaje de vuelta en el que desconocen si volverán a verse, viven para no olvidarse. Magníficos y emocionantes.

“El amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa, y solo el alma sabe dónde las dos se encuentran”, decía Juan Gelman en su poema Lluvia. Algo sobre lo que, casi sin querer, Brooklyn se ha hecho su propio hueco, a su ritmo y con el alma del amor por bandera.

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