‘Divergente: Leal’ reproduce exactamente lo mismo que las anteriores películas de la serie; banalizar sobre una sociedad distópica con carácter retroactivo, fomentar la ciencia-ficción repetitiva e intrascendente, ser el déjà vu del cine para adolescentes, el paradigma de una historia avasallada por la lógica y a la que ésta no acompaña -salvo en la primera media hora. El ejército de actores dispuestos en orden referencial para el público acérrimo a la causa, no pueden evitar la debacle de una historia que debe terminar cuanto antes. Cine del que -culpa de sus pretensiones- no se puede disfrutar en todo su espectro narrativo.
Una vez entrados en esa especie de Universo paralelo donde Shailene Woodley es la heroína que todo el público sabía que iba a ser -habiendo leído los libros de Veronica Roth o no- es complicado pedirle más a una película que parece darlo todo por no perder el ritmo de sus hermanas mayores. Leal mantiene una estrecha relación con la ciencia-ficción vanguardista, la que busca sorprender con desdoblamientos de la realidad y complejidades físicas que de elocuentes, terminan por ser un lastre en el desarrollo de la historia. Comienza con un escalón de margen sobre el precipicio, se sube a él con vehemencia y, pasada la primera media hora de entretenimiento, se tira al vacío arrastrando con ella a personajes, giros argumentales y cualquier ramificación que pudiera tenderle una mano en la caída.
Robert Schwentke, quien dirigió Insurgente con más mano izquierda que Neil Burger lo hizo con Divergente, se pierde entre las escenas de acción y los clichés del género, clichés que reducen el ingenio a los grandes escenarios y la épica mirada de Theo James cada vez que se puede derrumbar el sistema. Resulta cansado observar con atención cómo una estructura narrativa que se confunde a sí misma -y al espectador-, lucha por ser lo suficientemente buena como para no caer en el olvido cuando la violencia de la última entrega la empuje -otra vez- hacia el abismo, como para no provocar, con demasiada pusilanimidad, la condescendencia del espectador. Los planos no marcan una pauta en el guión, parecen alternados como si la música de Joseph Trapanese le hiciera algún bien. Leal es aburrida, resultadista y, lo peor de todo, pretenciosa. El espectador al que le gustasen las dos primeras entregas, quedará satisfecho con este ejercicio infantil sobre la lealtad, el amor y la dificultad de tomar decisiones para sobrevivir.
Desde que en 2001 se iniciara la fase de adaptación de Harry Potter, los arquetipos de ejemplo adolescente han ido creciendo hasta cotas realmente increíbles -por la falta de credibilidad, que no por su espectacularidad. James y Woodley, unidos a Ansel Elgort, Miles Teller -su trabajo en Whiplash parece ser transitorio- o Zoë Kravitz siguen sin saber cómo desarrollar un papel que, tras tres entregas, se antoja plano, insulso y con el carisma en busca y captura.
La poca armonía entre técnica visual, narrativa e interpretativa, hace de Leal un ejercicio menor, supeditado a la excusa del cine comercial, de entretenimiento. Schwentke ha fabricado un producto aburrido que trata de disimular con capas de mitología que poco tienen que ver con la causa inicial. Cuando el orgullo de una historia termina con las grandes ideas de la ciencia-ficción, es necesario un replanteamiento del sistema en forma, fondo y objetivo.