Desconozco hasta qué punto es lícito bostezar durante una proyección, y dudo cuando la cuestión examina la decadencia de un cineasta como Ron Howard, que parece haber definido su última voluntad: acostumbrar al público a unas fórmulas rutinarias y estandarizadas, en pos de jugar en terreno abonado. Que puedan soportar el peso de una cinta diseñada (únicamente) para entretener, e incluso satisfacer a más de uno –no es casual que el frío se haya colado hasta el último rincón de la península, el Robert Langdon de Tom Hanks nos estaba esperando bajo la manta. Pero, bueno, lo acepto. Lo que no concibo es que la necesidad de renovar el thriller de aventuras se convierta en una ambición frustrada. Porque todo salta por los aires, sin control ni responsabilidad. Tal y como ocurre en Inferno, tercera entrega de la saga dedicada a las novelas de Dan Brown, y quizás la más dinámica y menos entretenida. Es cierto que este tipo de proyectos parten con el hándicap de la previsibilidad –todavía más si se trata de una adaptación. Y también lo es que la conspiranoia apenas necesita de suplementos narrativos para funcionar correctamente. Sin embargo, da la sensación de que nadie del equipo se paró a pensar en que, quizás, podría ser de utilidad rebajar el número de secuencias de acción -hasta el menos ducho en el arte de correr podría ganar una prueba olímpica, si ve amenazada su integridad- en favor del suspense. Porque, ¿en qué mejora eso a un artefacto cuyos pilares son el carisma de Hanks, la verborrea de Howard y el semblante inmaculado de Felicity Jones?
Efectivamente, en nada. Sin embargo, existe un elemento que, aun sabiendo que iba a desmarcarse del todo argumental, no está en su lugar, sino muy por encima: la fotografía de Salvatore Totino. Por orden, aunque estorbando la mayoría de las veces, el resto de subtextos sirven al propósito de la novela -estigmatizar a la humanidad bajo el deseo genocida de un millonario con ganas de convertirse en el azote de la clase media- perdiendo por el camino un posible carácter rupturista. Todo se mueve coercitivamente, con coreografías que ya bailaron su último vals en Ángeles y demonios, pero que aquí se atreven con un bis un tanto casposo. Que Brown, en un alarde de expropiador literario, inyectase el germen de la Divina Comedia de Dante Alighieri en su obra, sin duda es un empujón que ahora aprovecha su versión cinematográfica. Respetable, tanto o más que recorrer Florencia mientras sus iconos arquitectónicos se derrumban. Lo imperdonable es que una película transparente –tanto para lo bueno como para lo malo- trate de engañar al público con una secuencia inicial prometedora. Inferno, obsesionada con el movimiento de sus personajes, es una hipérbole del fondista con más ambición que talento y preparación física.
Howard busca sorprender con giros indescifrables –por su simpleza, que no misticismo-, pero ni siquiera su capacidad para la intensidad es suficiente para mantenerse firme ante este puzzle de dos piezas.
Basta con observar la cara de sus dos protagonistas, durante los últimos cuarenta minutos, para darse cuenta de que no somos los únicos arrepentidos de confiar en aquel preámbulo tan manido que nos captó inevitablemente. Viajar por Europa, con un Langdon más eléctrico de lo normal, nunca fue tan tedioso. Pero no todo es responsabilidad del director de Rush, pues hay precedentes para pensar que se trata de una deferencia hacia el legado de Brown: Langdon entra en escena amnésico, soñando con las llamas del infierno. No sabe qué ha ocurrido, pero da igual porque su talento para la criptografía es tan poderoso como el maquiavélico plan del villano. Tan simple como la búsqueda inabarcable de una cepa tóxica que se cierne sobre el globo. Howard busca sorprender con giros indescifrables –por su simpleza, que no misticismo-, pero ni siquiera su capacidad para la intensidad es suficiente para mantenerse firme ante este puzzle de dos piezas. Inferno no es una historia para celebrarla con efectismos baratos, sino para exprimir al máximo sus lecturas sociales a través del genio renacentista. De vuelta a la costumbre, y también al consumo inmediato, a la quintaesencia de ese dispositivo de usar y tirar en que se han convertido las cintas de misterio.