Bajo las capas de entretenimiento pobladas de gags, planos al ritmo de una risa enloquecida y la química casi escatológica entre sus dos protagonistas – Jonah Hill y Miles Teller-, Juego de Armas encierra una sátira sobre lo absurdo y violento del tráfico de armas permitido y fomentado por los grandes países del globo.
Todd Phillips adopta una historia real -la que compete a Efraim Diveroli y David Packouz- y le aplica, con ciertas limitaciones narrativas, un tono similar al que imprimió Adam McKay en The Big Short (2015). Ese humor negro que congela la carcajada en la garganta del público para que éste, minutos después, la degluta y asimile que esa película relata un verdadero drama pero sin dramatismo alguno, con un desparpajo que prefiere emerger desde las sombras, como una daga invisible.
Es por ello que Juego de Armas funciona desde la sobria irreverencia con la que construye el contenido con la forma, la comedia excéntrica con la moralidad que porta un estandarte rogando por una sociedad sin gobiernos opacos. A todos los efectos, es la respuesta más contundente a la cuestión sobre lo que puede ocurrir en un sistema tan agrietado como los edificios que derrumban los misiles comprados a precio de oro. Y, mientras la película narra los hechos sin dejar espacio al aburrimiento, sin mostrar casi interés en el ruido con el que encubre sus verdaderos intereses -el proceso por el que no es necesario pasar para negociar con el Pentágono y traficar con armas caducadas-, Phillips desvirtúa la lectura socio-política con una grotesca caricatura de dos jóvenes que, como aquel infeliz con lucidez que prefiere vender la piedra y poner la mano, aprovecharon un gigantesco resquicio por el que entrar, pasear y, de camino, convertirse en señores de la guerra. Lo primero que transmite éste maridaje, compendio de síntomas de una sociedad desinformada y educada en competir sin hacer preguntas, es que cualquier relato bélico-dramático guarda un conflicto surrealista que se ramifica en millones de elementos aún más absurdos, y que es la película la que lo retrata de manera flemática. Sin embargo, encuentra más referencias y similitudes en las buddy movies que viajan desde su zona de confort hasta la entraña de su mensaje, para revelarlo sin dejar de tratarlo con mano izquierda. Quizá resida en ese equilibrio impostado -con el que la cinta parece ser la alternativa a la seriedad con la que normalmente se tratan éste tipo de historias- la falta de entendimiento entre algunas acciones en forma de concesión cómica y el grueso de un guión que echa en falta el cariz más crudo de una comedia negra al uso. El trasfondo que Phillips quiere elevar a la categoría de premisa se ahoga entre la grandilocuencia de su envoltorio, no obstante y sin duda, Juego de Armas es algo más de lo que el gran público captará. El principal obstáculo está en si los elementos dispuestos en fila india servirán para que éste lo consiga.
Lo que elabora el director de Resacón en Las Vegas vive de las múltiples interpretaciones que habitan en sí misma. Sin embargo, si se atiende a las lecturas que ofrece, se ve limitada únicamente hacia la risa congestionada del que sólo escucha bombardeos en su flamante Smart TV. Ello no quiere decir que el filme sea un ejercicio inválido sino que, aun habiendo quedado claro su objetivo de entretener mientras critica con (muy) relativa precisión, resulta desalentador que no sea capaz de desprenderse de esa insolencia tan dañina para los que no comprenden que la guerra, como el dinero y cualquier ser humano, tiene un precio.