‘Logan’ no sólo se ha convertido en la mejor película de Lobezno, sino que ha conseguido empastar géneros y subtextos en un delirio postapocalíptico ultra-violento.
James Mangold -quien ya dirigió ‘Lobezno inmortal’– y John Mathieson optan por una paleta de colores abiertamente decadente.
Decir que una película en la que las desmembraciones, decapitaciones y los borbotones de sangre fresca tienen (casi) las mismas líneas de guión que el personaje principal es tierna, nos señala hasta qué punto ha llevado James Mangold a «su» Logan. El esqueleto de adamantium, aquello que le salvó tantas veces en el pasado (y, a su vez, el futuro), le está transportando ahora hacia el ocaso de su existencia; en una huida hacia delante perpetua, sigue cuidando del apocado Profesor Xavier mientras observa cómo los restos de ceniza mutante sobrevuelan el planeta. No es una esfinge, sino el reflejo de una figura salvaje, desatada y paternal, tal y como Mark Millar y Steve McNiven le diseñaron en ‘Old Man Logan‘ allá por 2007. De ahí que el cineasta aproveche el momento más bajo de Lobezno para erigirle adalid del humanismo y contrapeso del noir crepuscular al que tanto le debe su segunda incursión en el universo Fox/Marvel. Porque, a pesar de su marcada hoja de ruta, en lo que concierne a la crueldad e impavidez de sus secuencias, al equipo de guionistas encabezado por David James Kelly no le tiembla la mano para mezclar géneros y enarbolar una road movie sobre -cáscara superheroica mediante- la vejez y el legado de una estirpe. Llamémoslo relato generacional, si se prefiere, al que no le habría venido mal una versión cromada en negro. Algo así como lo que hicieron con Mad Max: Fury Road el pasado año.
No obstante y aplicando un criterio coherente con lo que nos ofrece, lo único claro es que debemos considerar a Logan como un producto nacido del entretenimiento puro que narra, con una sensibilidad inaudita, la decadencia de su icono. Por tanto, que deje de pesar el despliegue operístico de los efectos especiales, en favor de un aura dramática, no significa que se haya desmarcado abiertamente de su matriz, sino que el pasaje reclamaba un tratamiento distinto. Aquel que dosificase las intensas escenas de acción y sitúase el énfasis en los estrechos vínculos que se forman entre los viejos rockeros y la nueva hornada. Mangold entendió tal propósito como un mantra que debía velar por la integridad de un personaje amado por el imaginario colectivo. Incluso también por él, quien le tira un par de planos a Hugh Jackman para la historia de la saga. Es el final del camino (para todos) lo que está en juego; la dureza de un antihéroe preparado no sólo para pasar página, sino para que la siguiente no sea escrita por tiranos. Por esa razón, la cantidad de subtexto que maneja el director de Copland se abalanza sobre su homólogo en el campo de batalla, de modo que mientras vemos al Wolverine más violento que se recuerda en la gran pantalla, entendemos todos y cada uno de sus procesos mentales; un faro que ha empezado a parpadear y cuya guardián -bien defendido por Dafne Keen su papel como X-23– no levanta metro y medio del suelo.
Ni peca de oscurantista, ni tampoco de anclarse a los preceptos del género al que abraza. Es más, Logan tiende a ser bastante autoconsciente de su carácter, a medio camino entre el despiadado desfile de garras y el poder lacrimógeno de su narrativa. Así, lo que mejor define el trabajo de Mangold con el mito de los X-Men es la radiografía que realiza del personaje, al tiempo que le somete al escrutinio de los nuevos y destrozados tiempos. Lentamente -demasiado, a veces, para las más de dos horas que nos reclama- y pulsando cada tecla como si, de errar, la compañía tuviera que devolver hasta el último céntimo de beneficio por la saga. Afortunadamente, sí, es un ‘blockbuster’ maduro a la manera que puede serlo un neo-western de superhéroes caídos, pero sobre todo es un balón de oxígeno para la efigie mutante por excelencia. Sin embargo, no podemos dejar de pensar en que Logan llega un poco tarde, cuando la delgada línea que le separaba del abismo ya ha desaparecido por completo a golpe de obra menor. Sin duda alguna, Lobezno -porque, para mí y para ti, ese siempre será su nombre- se merecía un clímax a la altura de sus actos. Que Mangold se lo haya dado abogando por fórmulas convencionales de otro tipo de cine no es más que un bache en un terreno yermo. A propósito, hay una persecución con la que, a buen seguro, soñarás cada vez que viajes pegado a un páramo de tierra seca. Puede que Caliban te esté esperando al otro lado.