De un tiempo a esta parte se podría considerar al cine italiano como el guardián del thriller rabioso y crudo, cargado de oscuridad, vengativo con los escándalos de proporciones bíblicas que asolan media Europa. Como el mejor retratista de la terrible situación que a día de hoy sigue atravesando una sociedad que intenta soterrar la corrupción de sus políticos a golpe de manifestaciones infructuosas. Un mundo en el que se adentra Stefano Sollima con Suburra, adaptación de la novela escrita por Carlo Bonini y Giancarlo De Cataldo, azote que repasa con sobriedad la relación entre la administración pública, la mafia y los daños colaterales que de ella desembocan, respuesta directa al por qué de la ruindad que reside en el ser humano.
Tres funciones bajo la batuta sostenida por la mano izquierda con la que el director de Gomorra orquesta una sensación de tristeza, suciedad, un soberbio balance entre la violencia explícita y el hastío psicológico de sus personajes. El todo como un bloque homogéneo donde habitan varias capas perfectamente ordenadas en tiempo y espacio. Suburra duele, esclarece, se clava como un punzón en la carne blanda, aunque es errática cuando busca el romanticismo con planos oníricos a los que acompaña la tranquilidad musical de M83. Detalles que pueden traducirse en un obligado drenaje a tan magna naturalidad, con la que Sollima adapta al lenguaje cinematográfico la excitación de una moralidad inexistente. Calmar para, después, golpear con más fuerza definiéndose como un relato con trazos derrotistas y sobradamente cruentos. Siendo el contexto -la caída de Silvio Berlusconi, la abdicación del Papa Benedicto XVI y la sociedad italiana como un ente desmembrado- la piedra angular, la película está más interesada no sólo en el precio del poder, sino también en la venganza que nace de la supervivencia por instinto, en los fantasmas de un mundo donde no existen bondad ni caridad, sólo vileza.
Conviene no confundir su profundización en la escala social como un acercamiento a las razones metafísicas por las que se mueve el ser humano, sino más bien como una inmersión en el carácter resabiado de unos sujetos en busca de control. Pero va incluso más allá, relativizando el proceso político por el cual éstos individuos extienden su red de alianzas en pos del todo, pero también de la nada, enfoque que Sollima se encarga de remarcar desde la sencillez, como un subrayado sobre la delgada línea que separa el éxito (económico) de la muerte. Suburra es bellísima precisamente gracias al contraste entre el fango de los bajos fondos y la idealización de un nuevo antihéroe, no presente en la historia, que sea capaz de batirse en duelo con una organización de la que sólo se conoce al portavoz, como la cumbre de un gigantesco peñón tapado por las nubes.
Es probable que la estructura -el clásico ciclo de tragedias griegas donde el primer exceso deviene en un compendio de asesinatos a sangre fría- sea completamente buscada por lo previsible. Desde ese punto referencial, Sollima establece un marco formal cuyo tono no se entrega a la retórica, pero sí a la ecuanimidad. Como si la justicia tuviera algo que ver con convertir la costa donde pasar el verano en el nuevo patio de butacas de especuladores, traficantes y cargos asiduos al hemiciclo del senado.