En la arrebatadora ‘Kong: La isla calavera’ se congregan referencias al pulp más razonablemente deleitoso y a grandes clásicos como ‘Apocalypse Now’.
A pesar de apostar por una expedición edificada en clave humorística (que se acaba convirtiendo en un sci-fi unidireccional), el kaiju-eiga respira aire fresco.
Suenan los acordes de Tony Iommi en el ‘Paranoid’ de Black Sabbath y, sin comerlo ni beberlo, nos retrotraemos a los agresivos años 70 en los que acababa de entrar (bueno, realmente fue en el 67) el King Kong de Ishirô Honda -la aventura del gigantesco simio escapando de la civilización y enfrentándose a su otro yo, Mechanikong, sentó las bases del kaiju con trasfondo socio-político- y de los que nos despediríamos tarareando un mash-up de ‘The End’ con ‘La cabalgata de las Valkirias’ gracias a Apocalypse Now. No es ninguna casualidad que 40 años después Jordan Vogt-Roberts haya ejecutado esta reinvención, a medio camino entre la serie B de gran presupuesto (hasta ese punto llega la paradoja) y un ejercicio fantástico repleto de referencias pulp y guiños a grandes obras -desde Parque Jurásico hasta El mundo perdido de Arthur Conan Doyle– de la cultura contemporánea. Sorprende, incluso más que el derroche técnico empleado para dar vida a los monstruos, el debate sobre si el autoimpuesto exceso espolea (o no) a Kong: La isla calavera en su ambicioso viraje hacia los nuevos tiempos. Estos en los que anteponemos una imagen en alta resolución a una llamada de teléfono, y esta última a un encuentro cafetero.
Aquí no hay calado socio-político; estamos ante un azote efectista vacío de contenido y con complejo de látigo. Es una realidad (y, por extensión, una evidencia) indispensable que el héroe absoluto de la historia aparezca en tomas que se alargan casi por cuenta ajena; que, después de sembrar temor, construya una pila de cadáveres sobre los musgos de su isla en el Pacífico, demostrando su capacidad para hacernos sentir calidez -tanta como arroparse mientras nieva en la calle; que, además, despeje de la ecuación los subtextos bélicos con los que Vogt-Roberts carga a sus helicópteros de combate en una de las secuencias más bestias de la película. Todo en esta intrigante y unidimensional aventura trufada de símbolos, y al servicio de los pasajes convencionales de su hermana mayor (cumple 84 años el icono del difunto John Guillermin), encuentra el modo de homogeneizarse para no acomodar al público. Sin embargo, una de las cuestiones, fruto de la controversia, que nos hacen dudar de Kong: La isla calavera está directamente relacionada con el equilibrio entre su presunta trama -tan plana en el desarrollo de sus personajes que se sospecha del semblante (posiblemente) continuista de Brie Larson al entregarle el Oscar a Casey Affleck– y la potencia visual de sus imágenes. Si bien los guionistas Dan Gilroy y Max Borenstein no tenían la intención de entregar un producto que cambiase las reglas del juego, el director sí parece haber tratado de cruzar la atmósfera aun a riesgo de convertirse en el primer Ícaro de 2017, precisamente para convencernos de que su Kong es algo más que CGI.
Algo que el mito griego no tenía a su disposición y que a Vogt-Roberts le ha servido para amortiguar la caída. Porque, aún disfrutando de su calidad técnica y siendo conscientes de qué es lo que nos ofrece Warner Bros., los dos últimos actos de la cinta ruedan cuesta abajo. Y no, no es más que un diseño a la altura tecnológica del milenio, cuya psicología está a años luz de lo que significó el primer Kong. No obstante, debería bastarnos si hablamos de una historia en la que el protagonista es un gorila de 30 metros. Cae, pero no nos volvamos locos, que no se trata de desglosar los porqués del mito, sino de invocarle en calidad de destructor arrebatado y convertirlo en héroe de campo. Lo que no termina de funcionar es el recurrente humor filtrado a través de John C. Reilly, como una suerte de digresión narrativa con poca gracia y todos los lugares comunes de la comedia simplona. Pero es que ahí tampoco está el objetivo Vogt-Roberts, por eso mismo extraña que quepan tantos matices, cuando lo único que se busca es asfixiar al espectador a golpe de violencia y fantasía. Antes de exponer un (pre)juicio sobre el cine comercial, debemos preguntarnos qué queremos de él. Tanto da que si entretiene, como ya creo que lo hace Kong: La isla calavera, cualquier error quedará perdonado para siempre. A menos que, lector, seas Godzilla, porque entonces sólo querrás extender tu feudo después de los créditos.