Componer un rosario de chistes ofensivos bajo un mismo mínimo común denominador -la existencia de Dios o, mejor dicho, lo controvertido de esa creencia- no debería considerarse como una novedad. No obstante, La fiesta de las salchichas es tan fresca y rezuma tanta sordidez que se podría etiquetar –acción de la que se enorgullecen enormemente sus creadores en las líneas de guión– como una película vanguardista que, en último término, caricaturiza el poder de la religión. Bajo el paraguas ideológico de South Park: The Movie, Seth Rogen –punta de lanza del equipo de guionistas-, y los directores Conrad Vernon y Greg Tiernan, han diseñado a una criatura de apariencia inofensiva, tan heterogénea como la vida en sociedad, pero con un corazón de púas. Realmente, no deja de ser un armamento de arquetipos que nos da vergüenza ajena, quizás por lo bien que se refleja nuestro comportamiento en un puñado de alimentos, quizás por sentir que la ignorancia es superior a la inteligencia. Pero lo cierto es que la cinta –dejemos claro desde ya que no es, ni por asomo, para los más pequeños- se revela casi necesaria, a pesar de que el subtexto que mueve los hilos sea sobradamente obvio.
Desde la presentación musical, a modo de secta culinaria que tiene en el ser humano a su Dios personal e intransferible, la historia se desgrana como un clásico de aventuras donde las guerras religiosas jadean por debajo del ruido ambiente. Ahí están Frank, una salchicha que responde ante el ideal de héroe norteamericano; Douche, una ducha vaginal que sólo quiere llegar al Nirvana; Honey Mustard, un retorcido bote de mostaza a la miel que, tras sobrevivir a la guerra, se debate entre el trastorno y la realidad, pero no renuncia a revelar el secreto; y el resto de alimentos del supermercado, creyentes y cegatos hasta que se demuestre lo contrario. Como el mejor de los insensatos, La fiesta de las salchichas funciona desde la metáfora, una muy clara y directa: Dios es severo y el presunto cielo es el purgatorio. Pero también sabe jugar con las fórmulas de la comedia para no convertirse, directamente, en una crítica ácida sobre lo manipulable que es el pueblo. Sin embargo, todo lo bueno que exponen sus diálogos, cargados por el mismísimo diablo, se reduce a una incapacidad para resistir sus ganas por trascender a cualquier precio, casi como una obligación. Eso, inevitablemente y apartando las gracietas que puedan incluso hacer reír a más de alguno, la convierten en una película menor. Como esas en las que no deja de dar la sensación de que los guionistas se lo han pasado mejor escribiéndola que el público viéndola.
La fiesta de las salchichas es una orgía con muchas cosas buenas que nacen de su franqueza, el problema es que su arrogancia es incluso más grande
Que momentáneamente abrace términos morales o incluso se acerque a una suerte de debate existencial, indica su carácter definitorio. Porque las decisiones que subyacen de la idea principal no son tan simplonas como parece –he aquí un peligro que corre la cinta: la sensación que transmite de ser una chorrada mayúscula. Basta con imaginarse cómo un shawarma discute con un bagel sobre su orientación sexual y sobre cómo muchas veces enfrenta sus creencias a sus instintos. Nada más lejos de la realidad, esa y otras muchas conversaciones entres los alimentos –abanderados de sus correspondientes cultura y religión- son el reflejo de una sociedad (manipulada y) globalizada hasta tal punto, que los conflictos internos se comparten con el enemigo. O, como en el caso de Teresa (un taco con la voz de Salma Hayek), se le ocultan al aliado en pos de un final feliz. En cualquier caso, el argumento es absolutamente divertido, y a veces profundo. Pero en esta animación canalla y deslenguada, existe un contrapunto que eclipsa al resto de los suplementos narrativos: La punta del iceberg, la que brilla y cobra protagonismo, es un personaje que busca la verdad, la descubre y con ella trata de salvar al pueblo. Efectivamente, se trata de Frank, el héroe norteamericano, la salchicha que porta una capa invisible con los colores de La Patria: blanco, azul y rojo. Un tópico tan grande como ese y ni siquiera el clímax final, perturbado hasta retratar a Stephen Hawkins como un chicle pisoteado con gafas de sol –aunque muy inteligente-, puede evitar que sea vista con recelo.
La fiesta de las salchichas es una orgía con muchas cosas buenas que nacen de su franqueza, el problema es que su arrogancia es incluso más grande.