¿Qué significan ‘Passengers’ y sus protagonistas para la ciencia-ficción posmoderna?
(Casi) todos estaremos de acuerdo en que una de las peores cosas que le puede suceder a cualquier mortal es desaprovechar (no una, sino) varias oportunidades para alcanzar el cenit en su especialidad. A propósito de ello, tenemos que hablar seriamente sobre la nueva epopeya espacial protagonizada por Chris Pratt y Jennifer Lawrence, dos astros con campo gravitatorio propio que Hollywood está convirtiendo en su más preciada imagen promocional. Este hecho, no precisamente secreto, vive su maxime en las manos de Morten Tyldum, un tipo que viene de establecerse en la primera división de cineastas tras asombrar a medio globo con la historia de Alan Turing y su máquina Bombe, decodificadora de Enigma. A punto de cruzar la línea que separa 2016 del siguiente ciclo anual, Passengers podría establecerse (peligrosamente) como paradigma de la sci-fi posmoderna más anodina. Aquella en la que se toman prestados ciertos elementos de la ciencia-ficción y la narrativa posmoderna para distanciarse espacial y temporalmente de la realidad, pero a la que le sobra tela por cualquier costado. En este caso, los protagonistas se enrolan en el Homestead II, una nave (con peculiar forma en espiral de ADN) que les conduce hacia un posible renacimiento natural, junto a 5.000 pasajeros y un puñado de tripulantes. Todos hibernando, cada uno en su cápsula, mientras el vehículo se desliza por el espacio exterior durante 120 años. De modo que la línea argumental tiene ciertas similitudes con esas obras en las que se trata de dilucidar las razones por las que el ser humano desea una segunda oportunidad, desesperado por no decidirse a traspasar el límite que convierte al héroe en villano, por alejarse de una realidad que se le ha quedado grande.
El problema es que, en ese intento por descifrar ciertos dilemas morales y comportamientos atávicos de la raza dominante, Tyldum sacrifica el género que mejor ha demostrado entender y explicar la psique humana, para obtener un pretexto con el que contar otra historia. Dato curioso, puesto que su primera película en la mega-industria norteamericana fue dedicada al matemático que le otorgó valor a la inteligencia artificial, esa por la que ahora viajan nuestros protagonistas en el espacio-tiempo. Pero, claro, estamos hablando de tener en unas espectaculares set pieces a Starlord (este y Jim Preston no se diferencian demasiado) y Katniss Everdeen (cambia la afición al tiro con arco por la natación y la carrera continua, como métodos rutinarios de aclimatación), iconos de una sociedad adolescente que sigue soñando con vivir en un mundo paralelo en el que no sea necesario atender a deberes y obligaciones. Así, en esta suerte de space opera cercana al spot publicitario romanticoide, los códigos del sci-fi quedan relegados a un segundo plano que, con bastante frecuencia, termina por ser un tercero. El tratamiento inicial, con aires tanto a Gravity (ambas nos hablan, aunque superficialmente, de la compañía como mejor cura para el pesimismo); como a Náufrago (¿cómo soportar tu existencia sabiendo que las opciones de sobrevivir son mínimas?), protagoniza los mejores momentos de una cinta con guiño narrativo a El resplandor incluido. A partir de ese momento, el guión de Jon Spaihts funciona como ese pobre diablo al que cada decisión se le revela ilógica y eso, inevitablemente, convierte a Passengers en una película que, o bien es perfectamente autoconsciente de ser el juguete de sus protagonistas o, en cambio, trata de romper (sin éxito) el molde del mainstream.
En cualquier caso, Tyldum elige el romance sin ni siquiera plantearlo como un análisis de las relaciones románticas frente a la adversidad, renunciando al sacrificio y encomendándose a las gestas inverosímiles que tiran por tierra cualquier tipo de entretenimiento. Porque una cosa sí debemos tener clara, y es que Passengers tiene un sentido del ritmo brutal, no obstante está muy lejos de ensamblarse con el paupérrimo desarrollo de subtextos como el amor de entraña o los límites de la mente. Tras cuarenta minutos de giros argumentales (que la política teaser/tráiler/medio-rollo-de-película nos ha regalado), descubrimos que durante el breve trayecto hemos viajado desde la inquietante incertidumbre hasta el besuqueo meloso de dos desconocidos que, glups, quizá no consigan encajar del todo. Nos enfrentamos ante una gestalt sobre el poder de la esperanza en cualquier parcela física. Lo primero que acude a la memoria cuando la fornicación tiene más planos que el gigantesco (de verdad, es para estudiarla) transporte interplanetario, los robots comienzan a realizar movimientos extraños y se descubre el Gran Secreto, es una mezcla entre Wall-E con personajes supra-superficiales y un puedo-y-no-quiero de manual. Al observar cómo la historia -en su primera media hora tiene una cantidad de posibilidades ilusionantes- se diluye como café soluble, entre elipsis temporales mal ejecutadas; y conversaciones de bar absurdas, sólo queda cuestionarse si de verdad merece la pena desaprovechar una buena historia para que todo quede en familia, mientras los astros dejan de brillar en la oscuridad.