En la última entrega de ‘Resident Evil’, paradigma del posmodernismo post-apocalíptico, Paul S.W. Anderson vuelve sobre sus pasos para recuperar el propósito de la saga.
‘Resident Evil: El capítulo final’ reúne lo ocurrido en los tres iniciales y, no por casualidad, deja una puerta abierta a futuras expansiones con las que seguir proclamando a la gallina de los huevos de oro.
Cuando una paradoja política, como el caso de la derecha alternativa cabalgando a lomos de Estados Unidos, tiene lugar en este nuestro mundo democrático, no es de extrañar que en muchas de las representaciones artísticas, lanzadas con destino La Sociedad, encontremos guiños (que realmente no lo son) en formato premonición. Por eso, que Alice Abernathy -personaje con el que Milla Jovovich se ha construido un mausoleo mitológico- aparezca en mitad de una Casa Blanca arrasada por los excesos del Virus-T y, minutos después, la bandera norteamericana se presente ante ella como símbolo de los sublevados, da la medida irónica de Paul W.S. Anderson. Estaremos de acuerdo en que se copia descaradamente a sí mismo -la secuencia de inicio ya se vio en Resident Evil: Apocalipsis, 2004– así que, bueno, lo tomaremos como un homenaje a aquellos tiempos.
En cualquier caso, desde que el cineasta canadiense cogiese por segunda vez la batuta absoluta en la cuarta entrega, la «zombificada» saga se había convertido en una suma de set pieces muy alejada del entretenimiento al que se adscriben los códigos del género. Sin embargo, en lo que supone la clausura de la segunda trilogía acierta optando por un montaje ultra-acelerado; el (excitante para muchos) potingue de glóbulos rojos cocinados a fuego; y un estilo gráfico demodé, sucio, preparado para asaltar el trono post-apocalíptico que todavía hoy ostenta Mad Max. En definitiva, por volver sobre sus pasos y no despegarse de las líneas acotadas en 2002. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que ‘Resident Evil: El capítulo final’ es una más que factible cuadratura del círculo para un director que, atento a que la gallina siga dando huevos de oro, ha dejado puertas abiertas con calamidades posiblemente más retorcidas.
Una de las varas de medir, para todo fan del videojuego, ha sido la evolución que han experimentado sus adaptaciones cinematográficas con respecto a la de sus villanos. Quizá lo que más ampollas pueda levantar, entre los acérrimos a la longeva criatura de Capcom, sea que el destino admita a Doc-Isaacs como poseedor del usufructo para enterrar, definitivamente, los sentimientos que despertó Tyrant en Extinción. Anderson sabía que sus antagonistas, desde entonces, no habían recibido un abrazo candoroso por parte del público, por lo que en su última oda a los zombis decide justificarse mediante la estrategia más antigua de la conciencia pulp: el humano es el peor de los seres (vivos o, como en este caso, muertos). De esa manera, nos regala una versión algo desarrollada del enemigo predilecto; un Isaacs al que le pierden las formas, entregado profundamente a sus creencias y obsesionado con mover los hilos. Siempre lo había sido, pero ahora tiene más sentido que nunca: la ausencia de moralinas y razonamientos con filosofía barata convierten a Resident Evil: El capítulo final en un producto palomitero que sabe perfectamente cuál es su propósito: entretener a un ritmo altísimo, con escenas de acción potentes y extrañas criaturas no-vivas capaces de arrasar un poblado.
Eso quiere Anderson, y eso nos da. Constantemente, con golpes directos a la mandíbula -tanto que a veces marea-, sin levantar el pie del acelerador. Dando la sensación de estar ante la continuación inmediata de algo, como si hubiese heredado la política de esas franquicias que dividen su última entrega, apostándolo todo a la segunda. Existe, en suma, un riesgo a no satisfacer por establecer un patrón de conducta con las mismas zonas comunes que sus predecesoras. Pero no es que la autoconsciencia con la que está dotada le impida volar más alto, es que ni siquiera tiene tiempo para dudar sobre si habría sido mejor proponer ideas nuevas o dejarse de majaderías e ir al grano. Los planos se suceden más rápidamente que un parpadeo, los carices dramáticos se resuelven como si no hubieran tenido lugar y el capítulo final de Resident Evil nos deja un sabor añejo a poco tiempo perdido y un cubo de palomitas vacío. Aquí hemos venido a ver miembros cercenados y zombis muy locos, razón de más para dejarse arrollar por una película que, si bien es predecible, también ofrece buenos momentos.